miércoles, 31 de diciembre de 2008

Llegó al aula un 15 de mayo


Este breve cuento es obra del cuentista colombiano Jairo Aníbal Niño. Nacido en Moniquirá (Boyacá), el autor -que no es de mis preferidos- se caracteriza por la simplicidad en la escritura, los temas inocentes, pueriles... textos muy cándidos, aptos para niños que se inician en la literatura. Su cuento "Llegó al aula un 15 de mayo" tiene los rasgos esbozados y entrelaza hábilmente el fútbol, la filosofía y la ternura.


"Llegó al aula un 15 de mayo"


Llegó al aula un 15 de mayo -día de lluvia-. Llegó y nos miró a todos dulcemente. Soy la nueva profesora de filosofía, nos dijo. Sonrió y entonces fue como si las gotas de lluvia que sobrevivían sobre su impermeable amarillo se hubieran convertido en pensamientos.

A todos nos pareció que era muy joven para ser profesora -y demasiado, para ser profesora de filosofía-. Empecé a pensar en ella por las tardes justo en el momento en que en la radio acababa un programa de deportes y empezaba otro de canciones.

De manera sorpresiva ella estuvo presente en el partido final del intercolegial de fútbol. En esa ocasión estuve inspirado en el medio campo e hice uno de los goles que nos dieron el triunfo.

Ella nos entregó la copa de campeones. Jamás olvidaré a mi profesora de filosofía. El día del examen final, al presentarle mi trabajo, me dijo que parecía a Sócrates. Me llené de orgullo y creo que los ojos se me llenaron de lágrimas. Caminé hacia mi pupitre como si lo hiciera por el aire, en palomita. Era el mejor elogio que había recibido en mi vida. Yo, parecido a Sócrates, el gran jugador de fútbol del Corintias, Sócrates B.S. de Souza Vieira de Oliveira, el inolvidable mediocampista de la Selección Brasil.


martes, 16 de diciembre de 2008

TANTA PASIÓN PARA NADA

Esta semana publicamos un cuento de Julio Llamazares titulado: "Tanta pasión para nada. (La paradoja de Djukic)". El texto hace parte de la antología de relatos sobre fútbol compilados por Jorge Valdano en el primer volumen de su trabajo "Cuentos de Fútbol".

Creo que la técnica narrativa del autor es bastante depurada y admiro el manejo que hace de la retrospectiva, algo similar a lo que hace Truman Capote en "A sangre fría" o Gabriel García Márquez en "El amor en los tiempos del cólera".

Pasando al plano futbolístico, "Tanta pasión para nada" evoca el dramático desenlace de la Liga Española en la temporada 1993 - 1994, cuando el Barcelona y el Deportivo La Coruña disputaron el título, cabeza a cabeza, hasta la última jornada. Llamazares nos pone la piel de gallina al recordar -de manera ejemplar- al protagonista de esa definición.





TANTA PASIÓN PARA NADA (La paradoja de Djukic)
Cuando recogió el balón, Djukic se acordó de lo que su mujer le había dicho aquella tarde; parecía como si se lo hubiese profetizado. Si acaso, le había dicho Ceca, no se te ocurra tirar un penalty.Como cada domingo, Ceca estaba más preocupada que él. A decir verdad, él nunca se ponía nervioso, al menos no especialmente (sobre todo si se comparaba con algunos compañeros); era ella la que se ponía nerviosa por él, a veces desde varios días antes. Pero, aquel día, su equipo, el Deportivo de La Coruña, en el que jugaba por tercer año consecutivo tras su marcha del fútbol yugoslavo, se enfrentaba al partido más importante de toda su historia: se jugaba a una carta la Liga que durante toda la temporada había tenido en la mano.
Hasta seis puntos habían llegado a sacarle de ventaja al Barcelona, su perseguidor más inmediato, ventaja que habían ido perdiendo, sin embargo, en los últimos partidos, sin duda por la presión, hasta el extremo de llegar a la última jornada igualados a puntos al frente de la tabla; aunque al Depor le bastaba con ganar: a igualdad de puntos, le daría el título -el primero de su historia- su mejor gol average particular.
Por eso, aquella semana, los jugadores del Deportivo, Djukic incluido, la habían vivido en medio de una gran tensión y, por eso, aquella tarde, cuando su mujer le llamó, como todos los días de partido, al hotel de concentración para desearle suerte, le dijo muy preocupada: si acaso, no se te ocurra tirar un penalty. Cuando Ceca se lo dijo, Djukic -lo recordaba ahora- se había echado a reír. Le había hecho tanta gracia la cariñosa advertencia de Ceca, siempre tan temerosa, siempre tan preocupada por él, que se había echado a reír como hacía cuando su madre le decía de pequeño, allá, en Stitar (qué lejos estaba ahora), que no tirase muy fuerte no fuese a hacerle daño al portero.
Cuando Ceca le dijo lo del penalty, él ni siquiera había pensado en aquella posibilidad y, además, Djukic sabía que, en el caso de que se produjera (cosa bastante improbable teniendo en cuenta las circunstancias de aquel partido), el encargado de tirarlo, era Donato. El sólo tendría que hacerlo en el supuesto también bastante improbable de que Donato no estuviese en condiciones o en el campo (hasta el partido anterior, cuando Bebeto falló su segunda pena máxima en un mes, incluso habría sido el tercero, después de los dos brasileños, en el orden de los lanzadores).
Fue lo primero en lo que pensó cuando, a falta de un minuto para el final del partido y con el marcador a cero, el árbitro pitó penalty. Hacía dos minutos que en Barcelona había acabado el partido (con victoria del Barcelona) y, en ese instante, éste era el campeón de Liga. En Riazor, entre tanto, el partido había ido transcurriendo sin que el Coruña, hecho un manojo de nervios, fuese capaz de batir la portería del Valencia que, por lo que se entregaban y corrían sus jugadores, que no se jugaban nada en aquel partido, estaba claro que había venido primado, y los presentimientos peores de las vísperas estaban a punto de consumarse.
Lo que los más pesimistas habían augurado: que el Deportivo no tenía mentalidad de campeón, que al final le podría la presión, que La Coruña y toda Galicia sufrirían la peor decepción de su historia deportiva, etcétera, se estaba cumpliendo. El Barcelona era ya el campeón de Liga.
Quedaba sólo un minuto -más lo que añadiese el árbitro- para que se produjese el milagro y se produjo. Llegó el milagro cuando ya nadie en el campo ni en las gradas lo esperaba; en el campo, porque, los jugadores del Deportivo, aunque seguían intentándolo, ya apenas tenían fuerzas para correr (alguno, incluso, como Bebeto, renqueaba por el césped con calambres en las piernas) y, en las gradas, porque los aficionados, al principio tan bulliciosos, tan convencidos de la victoria, habían enmudecido, aunque siguieran en sus asientos contemplando impotentes la tragedia que se cernía sobre su estadio.
Pero, de repente, un delantero deportivista, quizá Fran, quizá Bebeto (con la tensión del momento y desde su posición en el campo, Djukic ni siquiera pudo ver quién había sido), se internó decidido en el área del Valencia, regateó a un defensor, el defensa le zancadilleó y, ante el asombro de todos los que seguían el partido con el corazón en un puño desde todos los puntos de España y de Yugoslavia (los de Yugoslavia por culpa de él), el árbitro pitó penalty.El campo se vino abajo. Los graderíos de Riazor, hasta ese momento mudos, estallaron en un griterío como Djukic no había oído nunca antes; y eso que en Yugoslavia los aficionados al fútbol también gritaban lo suyo.
A lo lejos, en el área del Valencia, los jugadores valencianistas rodeaban al árbitro protestándole el penalty -que, por cierto, había sido muy claro-, pero Djukic sólo oía el inmenso griterío que recorría el estadio. Penalty. Era verdad. El árbitro lo había pitado. Algunos jugadores del Deportivo se llevaban las manos a la cabeza sin acabar de creérselo. Otros, como Liaño, el portero, se santiguaban. Aunque parecía imposible, el milagro se había consumado.Mejor dicho: se podía consumar. El árbitro había pitado penalty, pero el penalty aún había que meterlo. ¡Y a ver quién era el guapo que lo tiraba en aquellas circunstancias! Fue justo en ese momento, cuando calibró aquel trance, cuando Djukic se dio cuenta de que Donato no estaba ya en el campo. Hacía quince minutos que Arsenio le había sustituido por Alfredo jugándose a la desesperada la carta del ataque.
Cuando el entrenador hizo el cambio, Djukic ni siquiera se fijó en él, entregado como estaba, igual que sus compañeros, a la difícil tarea de levantar el partido -un partido que se les escapaba-, pero ahora se daba cuenta de lo que suponía: que era él, precisamente él, el señalado por el destino para tirar el penalty. De hecho, sus compañeros ya le buscaban con la mirada y, desde el banquillo, todos: Arsenio, el médico, el masajista, hasta los jugadores reservas -entre los que divisó a Donato-, le hacían gestos histéricos para que se dirigiera hacia la otra área.
A Djukic le pareció que todo el estadio se apoyaba de repente sobre él. Pese a ello, reaccionó con entereza. Aunque ninguno seguramente tan trascendental como aquél, a lo largo de su vida deportiva ya había vivido muchos momentos difíciles. Como cuando debutó en Primera (con el Rad de Belgrado, allá, en su país) o como cuando, con el Deportivo, consiguió el ascenso a la Primera División española en un final agónico en el que hubo hasta un incendio en los graderíos, en su primera temporada en el fútbol español. Eso sin contar los que la otra vida, la de verdad, le había dado: el día que decidió dedicarse al fútbol abandonando el trabajo que tenía entonces y contra la voluntad de su padre, que prácticamente le echó de casa, el de su boda con Ceca -a la que conoció por aquella época-, el nacimiento de sus dos hijos (los seres que más quería) o la muerte de su hermano Milosav en accidente de tráfico.
Mientras cruzaba el campo entre el griterío del público y las palabras de ánimo de sus compañeros, que le daban consejos distintos y hasta enfrentados (¡por arriba!, ¡por abajo!, ¡a romper!, ¡colócala!, ¡vamos, Yuka! ...), Yuka, como le llamaban todos en La Coruña, quizá porque era más fácil, recordó el largo camino que había recorrido hasta ese instante, desde cuando jugaba en los prados de Stitar con los otros chicos del pueblo (todos más altos que él) hasta que fichó por el Deportivo buscando ganar dinero y huyendo de la guerra que asolaba su país.
En medio, perdidos entre las brumas del tiempo y de la distancia, quedaban los balones que su padre le pinchaba para que estudiara en vez de estar todo el día jugando al fútbol (y que él reponía en seguida con el dinero que ahorraba); la bicicleta que aquél, chatarrero de oficio, le fabricó, sin embargo, con trozos de bicis viejas para que pudiera ir a entrenar cada día a Savac, la capital de la región, por cuyo primer equipo -el Macva, de Segunda División- ya había fichado; su primera decepción y su abandono del fútbol tras su fracaso en el Macva; su trabajo posterior, como palista en la estación del ferrocarril, trabajo que alternaba por las tardes con los entrenamientos del Zeleznikar, el otro equipo de Savac, al que le llevó Milinkovic, un jugador de su pueblo que había jugado en Primera, a cambio precisamente de aquel trabajo; su triunfo en el Zeleznikar y su vuelta al Macva -ahora ya como profesional- o, en fin, el primer dinero serio que ganó jugando al fútbol cuando, dos años más tarde, le fichó el Rad de Belgrado: dos millones y medio de pesetas con los que se compró su primer coche y amuebló la casa que su hermano Milosav le había hecho en Stitar.
Djukic todavía recordaba algunas veces –ahora con una sonrisa- el viaje en tren de regreso a SAVAK comentando con Ceca, con la que se acababa de casar, si les daría tiempo en toda su vida de gastar todo el dinero que acababan de pagarles.
La verdad es que la suya no había sido una carrera fácil. Al contrario que otros, desde que empezó en el fútbol, todo lo había logrado a base de mucho esfuerzo; nadie le regaló nada. Aunque siempre, sin embargo -pensaba Djukic ahora mientras se acercaba al área-, había tenido suerte en los momentos cruciales. Parecía como si una estrella lo iluminase. Si no, ¿cómo se explicaba el hecho de que siempre hubiese acertado en las decisiones más importantes, esas que determinan la vida de una persona, o que, en los momentos bajos, cuando todo le iba mal, algo o alguien le empujaran a seguir hacia adelante? Le pasó cuando Milinkovic le llevó a jugar al Zeleznikar (cuando él ya había decidido dejar el fútbol) o cuando Juan Ballesta, el ayudante de Arsenio en el Deportivo, le fue a buscar a su casa. En este caso, además, el azar ayudó también.
Ballesta, por lo que él supo luego; había viajado a Belgrado para espiar al Estrella Roja y al Partizán (el Deportivo andaba buscando un líbero), pero, como se aburría en la ciudad, se fue a ver jugar al Rad, que jugaba sus partidos los sábados por la noche para no coincidir con los de aquellos. Ese día, Djukic hizo uno de sus mejores partidos. Es más: tuvo hasta la buena suerte de debutar como líbero (hasta entonces, lo hacía siempre de pivote) en sustitución del líbero titular, que atravesaba una mala racha. Ballesta quedó tan impresionado que no sólo se olvidó del Estrella Roja y el Partizán, que eran los dos equipos que había ido a ver, sino que se quedó dos semanas más en Belgrado para seguir a Djukic, quien, por su parte, ni siquiera sabía que alguien le estaba espiando. Lo supo a los pocos días, cuando Ballesta se presentó en su casa para ofrecerle fichar por el Deportivo de La Coruña, una ciudad y un equipo que Djukic oía nombrar por vez primera en su vida; ni siquiera sabía casi dónde quedaba España en el mapa.
De hecho, rechazó en un principio la oferta (tenía ya otras de equipos más importantes, como el Paris Saint-Germain francés o el Standard de Lieja belga) e incluso se escondía cuando veía el coche del ojeador español aparcado ante su casa para no tener que hablar con él. Aunque, al final, acabó aceptando: quería ganar dinero y las ofertas de aquellos no terminaban de concretarse. Si entonces -pensaba Djukic ahora- el azar y su buena estrella le iluminaron (desde que llegó al Deportivo todo habían sido éxitos), ¿por qué no habrían de hacerlo ahora que se enfrentaba al momento de su vida deportiva posiblemente más importante?
Cuando el árbitro le dio el balón (le miró, por cierto, un instante, como si le compadeciera), Djukic ya estaba decidido a tirar aquel penalty. No tenía, además, otra elección. Podía, ciertamente, todavía echarse atrás (otro, en su situación, quizá lo hubiera pensado) y pasarle la responsabilidad a otro compañero, a Bebeto, por ejemplo, que para algo era la estrella del equipo y el que más dinero cobraba, pero Djukic no era de los que se arrugaban. Desde que jugaba en Savac con apenas quince años, era de los que siempre daban la cara. Y, además, sus compañeros nunca se lo hubiesen perdonado. Como tampoco -pensó- le perdonarían en el caso de que fallase.
Cogió el balón y lo apretó con las manos. Lo hacía siempre en esos casos, como para asegurarse de que tenía aire. Aunque al que le faltaba el aire era a él. Sentía como si el pecho se le estuviese cerrando. A su lado, un compañero le daba todavía algún último consejo (¡por abajo, junto al palo!, ¡Vamos, Yuka!...) y el árbitro le decía lo que siempre dicen los árbitros en esos casos: que no hiciese nada extraño, que no se detuviera a mitad de su carrera, que esperase a tirar a que él pitase..., pero él no les oía. Ni siquiera oía ya el griterío del público, que se había ido apagando poco a poco, a medida que el instante decisivo se acercaba. Djukic sólo oía ya el palpitar de su corazón y el zumbido entrecortado de su respiración ahogada.
Fue la primera prueba que tuvo de que estaba más nervioso de la cuenta. Intentó recobrar la calma. Respiró hondo buscando aire y sintió cómo éste se agolpaba en su diafragma. No podía llegar a los pulmones; era como si aquél se le hubiese bloqueado. Djukic volvió a intentarlo. Posó el balón en el suelo, en el punto de penalty, y retrocedió unos pasos. Frente a él, a mitad de camino entre el penalty y la portería, el árbitro le daba ahora las advertencias correspondientes al portero del Valencia (por primera vez en todo el partido, Djukic se fijó en él; hasta entonces, sólo se había fijado en que llevaba un jersey azul) e imaginó, para consolarse, que a éste tampoco le llegaría el aire hasta los pulmones, porque estaría tan nervioso como él en ese instante.
La suposición no bastó para tranquilizarle, pero sí al menos para que comenzase a pensar en el penalty. Hasta entonces, había sopesado una por una todas las circunstancias de aquel momento, pero no en cómo iba a tirarlo. A veces, en los entrenamientos -recordó Djukic entonces- él y sus compañeros habían imaginado aquella posibilidad como un juego, como una hipótesis tan lejana que incluso se divertían imaginándola: último minuto de un partido, empate a cero o a goles y el árbitro pita un penalty. ¿Quién lo tira? ¿y cómo? Djukic y sus compañeros (del Deportivo de La Coruña y de todos los equipos en que había jugado antes) lo habían imaginado muchas veces, siempre como una posibilidad, pero ahora aquella hipótesis no era una posibilidad, y mucho menos un juego.
Ahora, la hipótesis de los entrenamientos se había hecho realidad y en las peores circunstancias en las que podía darse: en el último minuto del último partido de una Liga que se jugaba precisamente en aquel penalty. Djukic, en esos casos -recordó entonces también-, era el primero en tirarlo. Le gustaba tirar penaltys porque era la única manera que tenía de recordar sus tiempos del Macva, y antes aún: de los partidos con el equipo del pueblo, cuando, por su pequeña estatura, jugaba de delantero. Hasta los quince años, de hecho, era tan diminuto que la gente iba a mirarlo, admirada de ver a aquel chiquillo que volvía locos a los contrarios pese a que a algunos de ellos apenas les llegaba a la cintura. Pero, a los quince años, estando ya en el Macva, Djukic empezó a crecer (en un año solamente creció 20 centímetros) y los entrenadores comenzaron a retrasarle, primero al centro del campo y luego ya a la defensa, para aprovechar su estatura y su poderío físico ante los delanteros contrarios.
Pero él siempre prefirió el juego de ataque. Le gustaba coger el balón, bien del portero o bien de algún compañero, que se lo pasaban para que lo jugara, y, con su depurada técnica, cruzar el campo con él hasta la portería contraria regateando a cuantos le salían al paso; lo cual le había causado más de una bronca de sus entrenadores, que veían con temor cómo arriesgaba el balón y cómo dejaba huecos a sus espaldas (Arsenio, incluso, le había prohibido pasar del medio campo), aunque su natural instinto le llevara a repetir sus arrancadas en cuanto se le presentaba otra oportunidad.
Por eso, le gustaba subir a rematar los córners (a lo que sí estaba autorizado) y, por eso, en los entrenamientos, era el primero en tirar los penaltys. Lo hacía siempre muy suave, a la izquierda o a la derecha, colocando el balón y engañando al portero con la mirada.Pero ahora era distinto. Ahora se estaba jugando el futuro de la Liga y de su equipo (por no hablar del suyo propio) y no era momento para florituras. Era mejor tirar a romper, olvidarse de la técnica y de lo que decía su madre y pegarle al balón con todas sus fuerzas para asegurarse al menos que nadie le diría nada. Porque, si el balón entraba, nadie se iba a fijar en si iba bien o mal tirado (lo importante es que había entrado) y, si no, daría lo mismo: la decepción iba a ser tan grande que durante toda su vida la seguiría recordando. Pero, al menos, nadie podría decirle que la había provocado él por quererse lucir en aquel trance.
No le dio tiempo a seguir pensando. De repente, Djukic oyó el silbato del árbitro y comprendió con angustia que el momento decisivo había llegado. Frente a él, la mancha azul del portero llenaba toda la portería (que hasta entonces le había parecido inmensa: siempre pasaba lo mismo) y a su lado ya no vio a nadie. Sólo otra mancha -la mancha negra del árbitro-, que esperaba también a su derecha, junto a la raya del área. Los demás: los jugadores de ambos equipos, el público, hasta los policías y los fotógrafos que hasta ese instante se amontonaban por centenares detrás de la portería habían desaparecido. En el estadio de Riazor -y en el mundo- sólo estaban ya él, el portero y el árbitro.
Djukic comenzó a correr sin saber todavía cómo tirar el penalty. Ya no podía pensar; ya era tarde para todo. Le dio al balón sin mirarlo, como si le pegara al aire (el aire que a él le faltaba), y durante unos segundos, que a él le parecieron eternos, larguísimos, interminables, miró cómo se alejaba en dirección a la portería donde la mancha azul del portero comenzaba lentamente a desplazarse. Ni siquiera vio adónde iba; no vio cómo lo paraba. Sólo vio que, de repente, el campo volvió a rugir, después de varios segundos mudo, y el portero del Valencia, que había vuelto a levantarse, comenzaba a correr ya dar saltos de alegría mientras sus compañeros de equipo corrían a abrazarlo. Había parado el penalty.
Los compañeros de Djukic tardaron más en hacer lo mismo con él, pero él ni llegó a enterarse. Arrodillado en el césped, como un boxeador caído, sólo pensaba en huir de allí mientras se repetía a sí mismo, como cuando se mató su hermano, lo que su padre solía decir de la vida cuando la vida le golpeaba: tanta pasión para nada.

miércoles, 10 de diciembre de 2008


El texto de esta semana es de la autoría del célebre humorista, caricaturista y escritor argentino Roberto Fontanarrosa. Lo apodaban "El negro", y era un furibundo seguidor de Rosario Central, uno de los dos clubes de su ciudad natal; por ende, enconado enemigo de Newell´s Old Boys. Sus cuentos de fútbol, sus jocosas columnas balompédicas y sus magistrales artículos sobre el verdadero deporte rey ya están matriculados en la inmortalidad.
Tristemente, en 2003 contrajo una penosa enfermedad: esclerosis lateral amiotrófica, que lo redujo a una silla de ruedas y terminó por llevarse de este mundo su finísimo humor. El padre de "Boogie, el aceitoso" e "Inodoro Pereyra" falleció el 19 de julio de 2007 a la edad de 62 años. Su entierro fue un hecho multitudinario y el cortejo fúnebre se detuvo unos minutos en las inmediaciones del "Gigante de Arroyito", el estadio de su amado Rosario Central.

A continuación podrán apreciar uno de sus últimos textos, escrito para la revista Soho con motivo de un especial de esta publicación titulado "Palabras de amor a mi equipo de fútbol", en el que participaron plumas de la talla de Antonio Skármeta, Joan Manuel Serrat y Millôr Fernandes. Disfrútenlo...


Mi historia con Rosario Central

Por Roberto Fontanarrosa

“Te aplaude y te saluda jubilosa/ la hinchada deportiva que te admira/ campeón de cien jornadas victoriosas/ valiente triunfador que orgullo inspira”. Así empieza, señores, la vibrante marcha de Rosario Central, fruto del genio inmarcesible del rapsoda rosarino Laerte Carroli, pieza musical comparable, según historiadores y melómanos, a la exultante La Marsellesa francesa.

“El símbolo auriazul de tu divisa/ florece y resplandece como un sol/ cada vez que la cancha se electriza/ al estallar de la victoria el gol”. Y así palmea, salta y canta, acompañando esos compases, la hinchada canalla cuando el bravío primer equipo auriazul pisa la grama del Gigante de Arroyito, estadio mundialista que se empina, intimidante, a orillas del río Paraná, un río tan largo que nunca termina de pasar.

Hace algún tiempo escribí, en una pieza literaria sinceramente inmortal: “Rosario Central no tiene historia. Tiene mitología”. Y esto es así porque sus orígenes, sus avatares y sus formidables campañas están siempre fluctuando entre la realidad y la fantasía, lo palpable y la ficción, lo comprensible y lo inexplicable.

¿Cómo no ser hincha, entonces, de un equipo así? ¿Acaso puede evitar, un intelectual sólido y sensible como quien esto escribe, ser captado, atrapado y seducido por una divisa que desde la realidad más palmaria y comprobable se dispara hacia la exageración y la desmesura? Todo es increíble, todo es sospechoso, mis amigos, en los relatos partidarios de hechos inusitados, de hazañas que rozan lo inconcebible, lo fantasioso y la imaginación pura.

Se dice, se cuenta, se afirma, que Central es uno de los equipos más antiguos del fútbol argentino, con sus 118 años de vida institucional. Se dice, se cuenta, se afirma y se asegura que sus orígenes fueron los talleres del ferrocarril y, por tanto, sus primeros partidarios eran humildes operarios del riel, miserables pordioseros hallados bajo los puentes ferroviarios, nobles verduleros, cochambrosas prostitutas, laburantes del puerto y marginales.

Y que, por eso, el indómito rosarino Ernesto Che Guevara es su hincha más reconocido. Porque simpatizaba, obviamente con la causa del pueblo, confrontando con el origen oligarca del otro club de la ciudad, rival eterno, nacido en un colegio privado inglés. Pero también se ha escrito que los fundadores de Rosario Central fueron navegantes fenicios que llegaron a estas costas remontando el Paraná a comienzos del 1400. Y que le dieron a la camiseta los colores azul oscuro por el proceloso mar, y amarillo patito por una epidemia de hepatitis que terminó con todos ellos.

¿Cuánto hay de verdad y cuánto de mitología, por ejemplo, en la narración de los viejos seguidores cuando relatan el legendario gol de Aldo Pedro Poy en aquel lejano diciembre de 1971, gol que abriría las puertas al primer Campeonato Nacional obtenido por Rosario Central? ¿Es verdad o es mentira que Aldo convirtió ese gol contra el rival de todos los tiempos, volando en palomita o en plancha, o como quiera usted llamarla, para asestar con su cabeza, testuz alado, el frentazo goleador?

¿Es verdad o es mentira que, como afirman algunos, Aldo ya venía volando desde San Nicolás, localidad situada a mitad de camino entre Rosario y Buenos Aires, puesto que era una semifinal? ¿Es falso o es cierto que, como juran y perjuran muchos otros, se veían en las espaldas del Aldo dos alas enormes y doradas que lo impulsaban por el aire?

Pocos pueden entender, asimismo, mis amigos, que, desde aquella fecha patria, año a año, puntualmente, hasta nuestros días, todos los 19 de diciembre se realice en Rosario, en Los Ángeles, en Barcelona, en Santiago de Chile o en donde sea, la reconstrucción del gol, escenificada y teatralizada por centenares de hinchas canallas que se reúnen a ver cómo Poy, hombre grande ya y respetable, vuelve a volar hacia ese balón para impactar con su parietal, hoy calvo, y repetir el gol de aquella tarde, arriesgando su cuerpo, en la actualidad un tanto endeble, al caer sobre la dura superficie del planeta, que se ha solidificado en demasía desde entonces.

¿Alguien habrá de aceptar, a pie juntillas, la versión oficial del apodo “canalla” para el hincha centralista? Conspicuos ciudadanos, hombres probos, fuerzas vivas en general, no llegan a perdonar cómo, tantos años atrás, Rosario Central se negó a disputar un partido a beneficio de un leprosario propuesto por su clásico rival, el Ñuls Old Boys. De allí quedó, señores, el mote denigrante de “canallas” para nosotros y el más vinculante de “leprosos” para los rojinegros. Pocos entendieron que esa actitud negativa no fue por falta de sensibilidad social o sanitaria sino, tan solo, para no hacerse cómplice, la institución, de una maniobra quizás demagógica, sensiblera y populista.

¿Es fácil explicarle a un ser racional y criterioso, que un hincha puede saltar al césped, perforando la alambrada, desde atrás de uno de los arcos, para impedir un gol en contra de su equipo? En el Gigante de Arroyito sucedió eso, mis amigos. El Turco Spil fue aquel valiente, el hincha que atravesó la alambrada perimetral para ingresar como una exhalación, interceptando ese balón insidioso que, tras sobrevolar la cabeza del mítico portero Edgardo Gato Andrada, se anidaba en las redes, sellando la segura derrota de los locales. Y el Turco no despejó esa pelota a cualquier parte, no la tomó con sus manos para correr con ella como una criatura. No, señores, nada de eso. Fiel a una escuela, leal a una estirpe, la pisó y se la tocó corta al Coco Pascuttini para salir jugando ante la mirada atónita de los jueces.

¿Cómo no se va a sentir dominado por una pasión fatal, a esa divisa de franjas verticales azules y amarillas, un ensayista, un aspirante mayor al Premio Nobel, como quien esto escribe, cuando le ha tocado vivir otra jornada de estupefacción en la final de la Copa Conmebol de 1995? Allá, en el inconmensurable estadio Mineirao de Brasil, el irrespetuoso Mineiro, sacando ventaja arteramente de una lluvia que llevaba cayendo tres meses con sus noches, sometía al enjundioso equipo rosarino por 4 a 0. Cuenta la imaginería popular que hubo macumbas brasileñas ancestrales, presiones misteriosas de Orixá y otros dioses umbanda, que convirtieron las piernas de nuestros jugadores en piedras leñosas y pesadas. Tenue era la esperanza para el desquite. No obstante, las deidades del fútbol condujeron esa noche de la revancha a 45.000 canallas hasta el Gigante de Arroyito. Y Central ganó 4 a 0, para luego imponerse en los penales. Juran, testigos presenciales, que, cuando el Petaco Carbonari convirtió el cuarto gol a cinco minutos del final, su cabeza de titán refulgía cubierta por un casco de oro y marfilina que le había entregado la mismísima Némesis, Diosa de la Venganza.

¿Cómo no se va a sentir cautivado un estadista, un sociólogo, un arqueólogo, un cosmetólogo como quien esto firma si, además, le toca estremecerse ante otro acontecimiento inexplicable vivido por la escuadra canalla, ni más ni menos que en el hostil estadio del América de Cali, reducto del Diablo y sus demonios? En el primer partido por Copa Libertadores, Central había triunfado en Rosario con un gol marcado por su coloso invencible, Juan José Pizzi. Escasa ventaja para volar a Cali, mis lectores, exigua diferencia para enfrentar al rojo en su reducto.

Frente a la magia de la televisión vimos, defraudados, como a cinco minutos del final, cinco minutos digo, cinco apenas, el canalla perdía por 3 a 0, con un hombre menos, jugando espantosamente mal y con el ánimo deportivo por el suelo, aguardando tan solo el piadoso pitazo definitivo. Ya los jugadores suplantados en el equipo local, aún antes de finalizar el encuentro, sopesaban livianamente a qué rival preferían enfrentar en la siguiente ronda, la de semifinales.

Ya, en Rosario, ante las pantallas de televisión y en la calle, los partidarios del clásico rival rojinegro hacían explotar bombas de estruendo, celebrando la segura eliminación de los canallas. Se pegaban ya en las paredes y muros de la ciudad, carteles ofensivos con bromas sangrientas sobre el indigno caído. Fue entonces, cuenta la leyenda, que Fortuna, diosa de la suerte casquivana, se apoderó del alma del balón, hizo que este se escurriese de las manos del portero caleño y otra vez Juan José Pizzi lo empujó a la red.

Dos minutos mínimos restaban para el final y fue allí que en un contragolpe, tres, ocho, catorce, veintisiete, mil quinientos hombres del equipo rojo quedaron solos frente a las manos desvalidas del portero Tombolini. Y el Tombo saltó y brincó como un demonio, ofrendó su rostro y su pecho a los disparos salvando una vez más su portería. Y ya en tiempo de descuento, Vespa, el bravo indio charrúa, se hizo luz, relampagueo y centella sobre el flanco derecho de la cancha, envío un centro y, en ese instante, la diosa Justicia se quitó la venda que cubre sus ojos y la colocó tapando los ojos del portero, que manoteó el aire vanamente y otra vez el coloso, el rubio Pizzi, cabeceó la pelota a los piolines. Éxtasis e infarto. Festejo y gloria. Central ganaría luego en los penales. La mitología quedaba corta ante el misterio.

¿Quedará alguien, me pregunto, que se siga preguntando qué motivos o razones o argumentos, conducen a un hombre sabio y bien pensante a convertirse en un fanático seguidor de los colores auriazules? ¿Quedará alguien, me pregunto? Y si aún quedan, si aún persisten unos pocos descreídos aferrados a su escéptica, abrumadora necedad, restará simplemente invitarlos a que concurran alguna vez al Gigante de Arroyito. Y conste, lo aseguro, que ya no hay fanatismo en mis conceptos. Ahora, cuando las nieves del tiempo blanquean mis sienes, adquirida con el paso de los años la cordura, algo distante de estallidos partidarios, con alguna lejana frialdad de observador imparcial, simplemente convoco al forastero para que, acompañando a su equipo favorito pise en un buen día el cemento formidable del Gigante. Para que compruebe, en persona, la leyenda. Y allí escuchará cómo el pueblo canalla recibe a un invitado. Allí sabrá del saludo que la parcialidad auriazul dedica a la visita.

“Ya todos saben que Rosario está de fiesta/ ya todos saben que en Rosario es carnaval/ ya todos saben que La Boca está de luto/ que son todos negros putos de Bolivia y Paraguay!”. Vengan, atrévanse, a vivir lo mitológico en el Gigante de Arroyito, reducto de los canallas. Ya van a ver cómo los cagamos a goles y les rompemos el culo.


martes, 2 de diciembre de 2008

"El penal más largo del mundo" - Osvaldo Soriano

El penal más fantástico del que yo tenga noticia se tiró en 1958 en un lugar perdido del valle de Río Negro, en Argentina, un domingo por la tarde en un estadio vacío.Estrella Polar era un club de billares y mesas de baraja, un boliche de borrachos en una calle de tierra que terminaba en la orilla del río. Tenía un equipo de fútbol que participaba en el campeonato del valle porque los domingos no había otra cosa que hacer y el viento arrastraba la arena de las bardas y el polen de las chacras.

Los jugadores eran siempre los mismos, o los hermanos de los mismos. Cuando yo tenía quince años, ellos tendrían treinta y me parecían viejísimos. Díaz, el arquero, tenía casi cuarenta y el pelo blanco que le caía sobre la frente de indio araucano.

En el campeonato participaban dieciséis clubes y Estrella Polar siempre terminaba más abajo del décimo puesto. Creo que en 1957 se habían colocado en el decimotercer lugar y volvían a sus casas cantando, con la camiseta roja bien doblada en el bolso porque era la única que tenían. En 1958 empezaron ganándole a Escudo Chileno, otro club de miseria.

A nadie le llamó la atención eso. En cambio, un mes después, cuando habían ganado cuatro partidos seguidos y eran los punteros del torneo, en los doce pueblos del valle empezó a hablarse de ellos.

Las victorias habían sido por un gol, pero alcanzaban para que Deportivo Belgrano, el eterno campeón, el de Padini, Constante Gauna y Tata Cardiles, quedara relegado al segundo puesto, un punto más abajo. Se hablaba de Estrella Polar en la escuela, en el ómnibus, en la plaza, pero no imaginaba todavía que al terminar el otoño tuvieran 22 puntos contra 21 de los nuestros.

Las canchas se llenaban para verlos perder de una buena vez. Eran lentos como burros y pesados como roperos, pero marcaban hombre a hombre y gritaban como marranos cuando no tenían la pelota. El entrenador, un tipo de traje negro, bigotitos recortados, lunar en frente y pucho apagado entre los labios, corría junto a la línea de toque y los azuzaba con una vara de mimbre cuando pasaban a su lado. El público se divertía con eso y nosotros, que por ser menores jugábamos los sábados, no nos explicábamos como ganaban si eran tan malos.

Daban y recibían golpes con tanta lealtad y entusiasmo, que terminaban apoyándose unos sobre otros para salir de la cancha mientras la gente les aplaudía el 1 a 0 y les alcanzaba botellas de vino refrescadas en la tierra húmeda. Por las noches celebraban en el prostíbulo de Santa Ana y la gorda Leticia se quejaba de que se comieran los restos del pollo que ella guardaban en la heladera. Eran la atracción y en el pueblo se les permitía todo. Los viejos les recogían de los bares cuando tomaban demasiado y se ponían pendencieros; los comerciantes les regalaban algún juguete o caramelos para los hijos y en el cine, las novias les consentían caricias por encima de las rodillas. Fuera de su pueblo nadie los tomaba en serio, ni siquiera cuando le ganaron a Atlético San Martín por 2 a1.

En medio de la euforia perdieron, como todo el mundo, en Barda del Medio y al terminar la primera rueda dejaron el primer puesto cuando Deportivo Belgrano los puso en su lugar con siete goles. Todos creímos, entonces, que la normalidad empezaba a restablecerse. Pero el domingo siguiente ganaron 1 a 0 y siguieron con su letanía de laboriosos, horribles triunfos y llegaron a la primavera con apenas un punto menos que el campeón.

El último enfrentamiento fue histórico por el penal. El estadio estaba repleto y los techos de las casas también. Todo el mundo esperaba que Deportivo Belgrano repitiera los siete goles de la primera rueda. El día era fresco y soleado y las manzanas empezaban a colorearse en los arboles. Estrella Polar trajo más de quinientos hinchas que tomaron una tribuna por asalto y los bomberos tuvieron que sacar las mangueras para que se quedaran quietos.

El referí que pitó el penal era Herminio Silva, un epiléptico que vendía las rifas del club local y todo el mundo entendió que se estaba jugando el empleo cuando a los cuarenta minutos del segundo tiempo estaban uno a uno y todavía no había cobrado la pena por más que los de Deportivo Belgrano se tiraran de cabeza en el área de Estrella Polar y dieran volteretas y malabarismos para impresionarlo. Con el empate el local era campeón y Herminio Silva quería conservar el respeto por sí mismo y no daba penal porque no había infracción.

Pero a los 42 minutos, todos nos quedamos con la boca abierta cuando el puntero izquierdo de Estrella Polar clavó un tiro libre desde muy lejos y se pusieron arriba 2 a 1. Entonces sí, Herminio Silva pensó en su empleo y alargó el partido hasta que Padín entró en el área y ni bien se le acercó un defensor pitó. Ahí nomás dio un pitazo estridente, aparatoso y sancionó el penal. En ese tiempo el lugar de ejecución no estaba señalado con una mancha blanca y había que contar doce pasos de hombre. Herminio Silva no alcanzó siquiera a recoger la pelota porque el lateral derecho de Estrella Polar, el Colo Rivero, lo durmió de un cachetazo en la nariz. Hubo tanta pelea que se hizo de noche y no hubo manera de despejar la cancha ni de despertar a Herminio Silva. El comisario, con la linterna encendida, suspendió el partido y ordenó disparar al aire. Esa noche el comando militar dictó estado de emergencia, o algo así, y mandó a enganchar un tren para expulsar del pueblo a toda persona que no tuviera apariencia de vivir allí.

Según el tribunal de al Liga, que se reunió el martes, faltaban jugarse veinte segundos a partir de la ejecución del tiro penal y ese match aparte entre Constante Gauna, el shoteador y el gato Díaz al arco, tendría lugar el domingo siguiente, en el mismo estadio a puertas cerradas. De manera que el penal duró una semana y fue, si nadie me informa lo contrario, el más largo de toda la historia. El miércoles faltamos al colegio y nos fuimos al pueblo vecino a curiosear. El club estaba cerrado y todos los hombres se habían reunido en la cancha, entre las bardas. Formaban una larga fila para patearle penales al Gato Díaz y el entrenador de traje negro y lunar trataba de explicarles que esa era la mejor manera de probar al arquero.

Al final, todos tiraron su penal y el Gato atajó unos cuantos porque le pateaban con alpargatas y zapatos de calle. Un soldado bajito, callado, que estaba en la cola, le tiró un puntazo con el borseguí militar y casi arranca la red. Al caer la tarde volvieron al pueblo, abrieron el club y se pusieron a jugar a las cartas. Díaz se quedó toda la noche sin hablar, tirándose para atrás el pelo blanco y duro hasta que después de comer se puso un escarbadientes en la boca y dijo:

-Constante los tira a la derecha.
-Siempre -dijo el presidente del club.
-Pero él sabe que yo sé.
-Entonces estamos jodidos.
-Sí, pero yo sé que él sabe -dijo el Gato.
-Entonces tírate a la izquierda y listo -dijo uno de los que estaban en la mesa.
-No. El sabe que yo sé que él sabe -dijo el Gato Díaz y se levantó para ir a dormir.
-El Gato esta cada vez más raro -dijo el presidente el club cuando lo vio salir pensativo, caminando despacio.

El martes no fue a entrenar y el miércoles tampoco. El jueves, cuando lo encontraron caminando por las vías del tren estaba hablando solo y lo seguía un perro con el rabo cortado.

-¿Lo vas a atajar?- le preguntó, ansioso, el empleado de la bicicletería.
-No sé. ¿Qué me cambia eso?- preguntó.
-Que nos consagramos todos, Gato. Les tocamos el culo a esos maricones de Belgrano.
-Yo me voy consagrar cuando la rubia de Ferreyra me quiera querer -dijo y silbó al perro para volver a su casa.

El viernes, la rubia de Ferreyra esta atendiendo la mercería cuando el intendente del pueblo entró con un ramo de flores y una sonrisa ancha como una sandía abierta. Esto te lo manda el Gato Díaz y hasta el lunes vos decís que es tu novio.

-Pobre tipo -dijo ella con una mueca y ni miro las flores que habían llegado de Neuquén por el ómnibus de las diez y media.

A la noche fueron juntos al cine. En el entreacto el Gato salió al hall a fumar y la rubia de los Ferreyra se quedó sola en la media luz, con la cartera sobre la falda, leyendo cien veces el programa sin levantar la vista.

El sábado a la tarde el Gato Díaz pidió prestadas dos bicicletas y fueron a pasear a las orillas del río. Al caer la tarde la quiso besar, pero ella dio vuelta la cara y dijo que el domingo a la noche, tal vez, después que atajara el penal, en el baile.

-¿Y yo cómo sé? -dijo él.
-¿Cómo sabés qué?
-Si me tengo que tirar para ese lado.

La rubia Ferreyra lo tomó de la mano y lo llevó hasta donde habían dejado las bicicletas.

-En esta vida nunca se sabe quién engaña a quién -dijo ella.
-¿Y si no lo atajo? -preguntó él.

Entonces quiere decir que no me querés -respondió la rubia, y volvieron al pueblo.

El domingo del penal salieron del club veinte camiones cargados de gente, pero la policía los detuvo a la entrada del pueblo y tuvieron que quedarse a un costado de la ruta, esperando bajo el sol. En aquel tiempo y en aquel lugar no había emisoras de radio, ni forma de enterarse de lo que ocurría en una cancha cerrada, de manera que los de Estrella Polar establecieron una posta entre el estadio y la ruta.

El empleado del bicicletero subió a un techo desde donde se veía el arco del Gato Díaz y desde allí narraba lo que ocurría a otro muchacho que había quedado en la vereda que a su vez transmitía a otro que estaba a veinte metros y así hasta que cada detalle llegaba a donde esperaban los hinchas de Estrella Polar.

A las tres de la tarde, los dos equipos salieron a la cancha vestidos como si fueran a jugar un partido en serio. Herminio Silva tenía un uniforme negro, desteñido pero limpio y cuando todos estuvieron reunidos en el centro de la cancha fue derecho hasta donde estaba el Colo Rivero que le había dado el cachetazo el domingo anterior y lo expulsó de la cancha. Todavía no se había inventado la tarjeta roja, y Herminio señala la entrada del túnel con una mano temblorosa de la que colgaba el silbato.

Al fin, la policía sacó a empujones al Colo que quería quedarse a ver el penal. Entonces el arbitro fue hasta el arco con la pelota apretada contra una cadera, contó doce pasos y la puso en su lugar. El Gato Díaz se había peinado a la gomina y la cabeza le brillaba como una cacerola de aluminio. Nosotros los veíamos desde el paredón que rodeaba la cancha, justo detrás del arco, y cuando se colocó sobre la raya de cal y empezó a frotarse las manos desnudas, empezamos a apostar hacía dónde tiraría Constante Gauna.

En la ruta habían cortado el tránsito y todo el Valle estaba pendiente de ese instante porque hacía diez años que el Deportivo Belgrano no perdía un campeonato. También la policía quería saber, así que dejaron que la cadena de relatores se organizara a lo largo de tres kilómetros y las noticias llegaban de boca en boca apenas espaciadas por los sobresaltos de la respiración.

Recién a las tres y media, cuando Herminio Silva consiguió que los dirigentes de los dos clubes, los entrenadores y las fuerzas vivas del pueblo abandonaran la cancha, Constante Gauna se acercó a acomodar la pelota. Era flaco y musculoso y tenía las cejas tan pobladas que parecían cortarle la cara en dos. Había tirado ese penal tantas veces -contó después- que volvería a patearlo a cada instante de su vida, dormido o despierto.

A las cuatro menos cuarto, Herminio Silva se puso a medio camino entre el arco y la pelota, se llevó el silbato a la boca y sopló con todas sus fuerzas. Estaba tan nervioso y el sol le había machacado tanto sobre la nuca, que cuando la pelota salió hacía el arco, el referí sintió que los ojos se reviraban y cayó de espalda echando espuma por la boca. Díaz dio un paso al frente y se tiró a su derecha. La pelota salió dando vueltas hacía el medio del arco y Constante Gauna adivinó enseguida que las piernas del Gato Díaz llegarían justo para desviarla hacia un costado. El gato pensó en el baile de la noche, en la gloria tardía y en que alguien corriera a tirar la pelota al córner porque había quedado picando en el área.

El petiso Mirabelli llegó primero que nadie y la sacó afuera, contra el alambrado, pero el arbitro Herminio Silva no podía verlo porque estaba en el suelo, revolcándose con su epilepsia. Cuando todo Estrella Polar se tiró sobre el Gato Díaz, el juez de línea corrió hacía Herminio Silva con la bandera parada y desde el paredón donde estábamos sentados oímos que gritaba “¡no vale, no vale!”. La noticia corrió de boca en boca, jubilosa. La atajada del Gato y el desmayo del árbitro. Entonces en la ruta todos abrieron las botellas de vino y empezaron a festejar, aunque el “no vale” llegara balbuceado por los mensajeros como una mueca atónita.

Hasta que Herminio Silva no se puso de pie, desencajado por el ataque, no hubo respuesta definitiva. Lo primero que preguntó fue “qué pasó” y cuando se lo contaron sacudió la cabeza y dijo que había que patear de nuevo porque él no había estado allí y el reglamento decía que el partido no puede jugarse con un árbitro desmayado. Entonces el Gato Díaz apartó a los que querían pegarle al vendedor de rifas de Deportivo Belgrano y dijo que había que apurarse porque esa noche él tenía una cita y una promesa y fue otra vez bajo el arco.

Constante Gauna debía tenerse poca fe, porque le ofreció el tiro a Padini y recién después fue hacía la pelota mientras el juez de línea ayudaba a Herminio Silva a mantenerse parado. Afuera se escuchaban bocinazos de festejo y los jugadores de Estrella Polar empezaron a retirarse de la cancha rodeados por la policía.

El pelotazo salió hacía la izquierda y el Gato Díaz se fue para el mismo lado con una elegancia y una seguridad que nunca más volvió a tener. Costante Gauna miró al cielo y después se echó a llorar. Nosotros saltamos del paredón y fuimos a mirar de cerca a Díaz, el viejo, el grandote, que miraba la pelota que tenía entre las manos como si hubiera sacado la sortija de la calesita.

Dos años más tarde, cuando él era una ruina y yo un joven insolente, me lo encontré otra vez, a doce pasos de distancia y lo vi inmenso, agazapado en punta de pie, con los dedos abiertos y largos. En una mano llevaba un anillo de matrimonio que no era de la rubia de los Ferreyra sino del hermano del Colo Rivero, que era tan india y tan vieja como él.

Evité mirarlo a los ojos y le cambié la pierna; después tiré de zurda, abajo, sabiendo que no llegaría porque estaba un poco duro y le pesaba la gloria. Cuando fui a buscar la pelota dentro del arco, el Gato Díaz estaba levantándose como un perro apaleado.

-Bien, pibe -me dijo-. Algún día, cuando seas viejo, vas a andar contando por ahí que le hiciste un gol al Gato Díaz, pero para entonces ya nadie se va a acordar de mí.

El mejor cuento de fútbol

Me veo en la imperiosa obligación de inaugurar este blog con un texto que, más que eso, fue una auténtica revelación: una puerta que se abrió en el vestuario de algún estadio imaginario para dar paso a un mundo maravillosamente seductor, donde Shakespeare y Maradona, Pelé y Cervantes, Cruyff y Borges, García Márquez y Di Stéfano, Dostoievsky y la "Cachaza" Hernández, Hemingway y Alex Daza, pueden convivir en perfecta armonía, como en la canción del ex Beatle, Paul McCartney (Evony and Ivory).

Fútbol y literatura, letras y goles, tienen algo en común, ambos se forjan con sudor, se sufren, se paren. Miles y miles de libros reposan en las bibliotecas sucumbiendo ante el polvo y la polilla, cientos y cientos de partidos se asientan en el ostracismo de nuestras memorias, intrascendentes, inútiles. De pronto, en algún remoto paraje del planeta, en algún potrero maltrecho se escribe la jugada divina, se teje la página maestra, y se alumbra un crack de la talla de Cortázar o Zidane.

Los animo para que publiquen sus textos, los suyos y los de otros; los de nosotros, los periodistas -obreros de las palabras- y los de los escritores -artistas de las palabras-. Antes de abrir oficialmente este blog, quiero agradecer a todas y cada una de las personas que me prestaron (y en algunos casos, regalaron) libros, revistas y hojas sueltas fotocopiadas para avivar este fuego insaciable. En especial, le agradezco a usted, Carlos Mogollón, por darme a conocer a Javier Marías en "Salvajes y sentimentales", a Roberto Fontanarrosa en "No te vayas, campeón" y sobre todo a Osvaldo Soriano en "Memorias del Míster Peregrino Fernández y otros relatos de fútbol", de donde extraje el texto que a continuación reproduzco para iniciar este blog que, espero, tenga éxito.