viernes, 9 de enero de 2009

ES MEJOR SER CHICO QUE GRANDE




La triste suerte de Millonarios y Santa Fe, los dos equipos tradicionales de la capital colombiana, es resumida a la perfección por el columnista del diario El Espectador, Pascual Gaviria. El equipo albiazul, que en sus mejores tiempos fue conocido como "el cuadro embajador" o "el ballet azul", acumula veinte años de estrepitosos fracasos deportivos, terribles balances financieros y profundas crisis institucionales que lo llevaron de ser el mejor equipo de Colombia a convertirse en uno de los más mediocres del fútbol colombiano; de hecho su única fuente de orgullo (ser el club más ganador de la historia del país) ya dejó de ser patrimonio exclusivo del equipo y pasó a compartirlo con el América de Cali, que recientemente ganó su decimotercer título.


Por su parte, Independiente Santa Fe, el primer campeón de la historia del fútbol nacional, obtuvo su última corona en 1975... ¡Treinta y tres años de sequía y hambruna para sus martirizados seguidores! Cómo duele ser hincha cardenal, qué tristeza haber sido uno de los grandes y hoy ser uno de los chicos. Santa Fe se mira en un espejo y, como le podría suceder a Sofía Loren, observa un marchito recuerdo de tiempos gloriosos y hermosuras que se extraviaron en la noche de los tiempos.


La casa de estos dos añejos clubes bogotanos es el estadio Nemesio Camacho "El Campín", remodelado según las últimas exigencias de la FIFA para albergar certámenes internacionales. Un palacio sin anfitriones, donde Millonarios y Santa Fe siembran negligencias y cosechan desilusiones; lúgubre cementerio de pasiones imberbes. Allí solamente celebran los verdes de Antioquia y los rojos de Cali... La triste suerte de este bello escenario es trasladada al lector por Pascual Gaviria con suma elegancia en el lenguaje y una precisión pasmosa para medir los sentimientos de frustración de dos hinchadas curtidas por las llagas de la ignominia.


ES MEJOR SER CHICO QUE GRANDE


Por: Pascual Gaviria


TANTO CUIDAR LA GRAMA DE EL Campín de las estampidas de los conciertos para someterla al fin a la orfandad del potrero, a la triste soledad de cancha de pueblo. Más valdría haber dejado jugar al de la camisa negra, haber sacudido al coloso de la 57 con estridencias y alaridos ajenos al fútbol para curarlo de sus salitres y sus ayunos.


Porque El Campín, además de recovecudo y estrecho, es un templo con suertes trocadas y embrujos para las camisas amarillas, azules y rojas. Por lo menos en lo que toca a los últimos veinte años, tiempo suficiente para el arribo de la amargura.La selección ha perdido en su predio una tercera parte de sus lances, mientras Millonarios y Santa Fe suman cincuenta y tres años sin poner una estrella encima de sus escudos. La más larga vigilia de títulos entre las capitales donde el fútbol es culto de domingo. La última gran hazaña que se celebró en el Nemesio fue en 1989, cuando un rival con visos de enemigo para los equipos capitalinos celebró la Copa Libertadores en cancha ajena.


Pero los melindres de la casa son apenas historieta de supersticiosos. Los malos del juego son los inquilinos: Millonarios y Santa Fe. Dos equipos que confirman que en el fútbol colombiano de los últimos años la plata es un estorbo, un tesoro de truculencias para el camerino y las oficinas, una rapiña, un espejismo que en la cancha sólo provoca nervios y apatía, manotazos y envidia.


En las décadas del 80 y 90, cuando éramos hinchas del capo regional que nos tocó en suerte, los fajos de billetes servían para filar once en fotos irrepetibles, para traer mundialistas a cuadrar su caja con el exotismo de los nuevos ricos. La plata no pervertía el ambiente en la cancha, se dieron bailes increíbles y los jugadores seguían corriendo como asalariados. Era mejor no contrariar a semejantes patrones. Las cuentas eran oscuras, pero el fútbol brillaba. La emoción de las áreas opacaba la sospecha de los balances.


Ahora parece que el juego ha cambiado. Un equipo salido del hexagonal del Olaya, una cooperativa con treinta y cinco jugadores entre retazos de formaciones más elegantes, delanteros panameños, veteranos de guerra y jóvenes recién graduados de escuela, puede mostrar sus logros y su risa frente a los compañeros de patio que gastaron millones en técnicos de postín, arqueros de selección, defensas con aires de káiser, volantes de tres soles y delanteros con la señal de los elegidos. Seguros La Equidad, con apenas dos años en primera división y un chocoano de retóricas largas en el banco que recuerda al primer Maturana, lleva tres cuadrangulares de cuatro, una final de Copa Mustang y una de Copa Colombia.


La tranquilidad de una oficina sin sobresaltos de chequera, un parqueadero sin alardes, un camerino sin niños de barrio con remilgos principescos más el silencio de una hinchada inexistente, ha permitido que el técnico dure tres años en el tablero, que los jugadores corran sabiendo que no hay nada asegurado, que metan hasta el límite de la amarilla o el descanso de la roja y se olviden del cotorreo de la prensa y los estribillos. La Equidad ha demostrado las enormes ventajas de jugar con la tranquilidad del chico.


El negocio de Pimentel lo había demostrado el semestre pasado con su estrella. Mientras los equipos grandes se han convertido en bultos de intrigas y han cambiado el bus oficial por la tanqueta, los equipos chicos son negocios rentables, fabriquitas de estrellas bien sea para vender o para lucir en el escudo. En últimas nuestro torneo se parece cada vez más al hexagonal del Olaya. Lástima que no vendan chicha en las tribunas.

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